domingo, 30 de mayo de 2010

¿Qué es la Verdad? (Martín Grassi)

Ante la pregunta por lo que sea la verdad, surge una primera objeción que es la que apunta a la posibilidad misma de la verdad: ¿acaso no es necesario saber que la verdad es de algún modo antes de poder afirmar lo que ella sea? Sin embargo, ya el preguntar sobre la verdad supone la realidad de la verdad, puesto que si dicha pregunta es vana o superflua, pues es verdad que la verdad no existe, lo cual es a las claras una contradicción. El caso de la pregunta por la verdad es análogo al de la pregunta por el ser, en tanto que ya estamos inmersos antes de cualquier interrogación tanto en el ser como en la verdad: si alguno de los dos faltase, entonces no habría pensamiento o interrogación posible.
Pero la pregunta central no es aquí si la verdad es, sino qué es la verdad. Y es aquí donde el pensamiento empieza a naufragar. Pero habría que preguntarnos, antes de avanzar sobre este terreno tan empantanado, si preguntar –como Pilato- qué es la verdad, es una pregunta válida. El silencio del Cristo pudiera ser el gesto de una desaprobación de la pregunta misma, que más bien busca excusarse de la Verdad que dirigirse a Ella. Es decir, cuando preguntamos qué es la verdad no preguntamos acerca de alguna verdad particular, como cuando preguntamos ¿es verdad que...?, sino más bien preguntamos por aquello que hace de toda verdad particular una verdad. Ahora bien, ¿puede considerarse como algo objetivo o definido aquello que es condición de posibilidad de toda objetivación y definición? O, análogamente, ¿podemos preguntar de qué color es la luz cuando no es reflejada por ningún cuerpo? Pareciera que cuando preguntamos por lo que es la Verdad, dejamos de preguntarnos por la Verdad, puesto que la consideramos como un ente más del mundo. Pero tampoco parece convencer el hecho de que sea una forma lógica o una estructura del pensamiento, en tanto que lo que hace que algo sea verdadero en concreto no puede ser algo absolutamente abstracto. De ser así, podríamos acceder a todas las verdades del mundo y de uno mismo por un análisis y un desarrollo de los principios lógicos, como si se tratara de construir una geometría de los seres y del ser.
Más bien, me parece que la Verdad está hermanada con el Ser, en tanto que en ambos nos movemos y vivimos, sin entender ni un poco lo que ellos sean. Aun así, tanto el Ser como la Verdad, en tanto que atmósfera de la vida existencial, no pueden ser de ningún modo algo que depende de cada uno tomado en su relatividad histórico-social, y, en este sentido, no creo que cada uno tenga su verdad, así como se tiene un instrumento a la mano. La condición que antes nos prohibía saber lo que sea la verdad, nos obliga a no considerarla como una cierta posesión. Lo mismo puede ser dicho al nivel cultural, como cuando se dice que cada civilización ostentaba una verdad distinta. Tal enfoque me parece además perder el peso existencial de la verdad auténtica, que es tal que hasta puede solicitar mi propia vida en favor de su defensa. Pues la Verdad sólo puede realizarse en la propia vida, así como se realiza una vocación o una exigencia a ser que nos es propio. Y esta misma atestación del valor de la verdad, me lleva a pensar que la verdad se revela en la comunión misma con el otro, es decir, que la verdad sólo es posible cuando hay junto a mí otro existente que me solicita y al cual estoy ob-ligado a responder, pues solo en la comunidad puedo llegar a ser alguien.
De alguna forma, el amor es la verdad, o la verdad es el amor. Toda diferencia cultural o dóxica queda en un segundo plano cuando amamos a quien delante tenemos, y la verdad que se identifica con el ser mismo en tanto que constituyen ambos el ámbito ontológico o la condición de nuestra existencia, no es sino el reconocimiento del valor del otro para mí y de mí mismo para el otro. Así como el punto de partida y fundamento del filosofar era en mi opinión la paradoja existencial, así la verdad que permite tal reconocimiento es que yo no me identifico ni con el Ser ni con la Verdad. Ambos tienen la forma de una exigencia: una exigencia a que cada uno sea, y que cada uno sea de modo auténtico, en su verdad de existente. Y más allá de las formas culturales y de los lenguajes, el amor es la única realidad que, por ser íntimamente vivida y por constituirnos como los existentes que somos en el nosotros de la comunidad amorosa, nos revela la verdad y la infinitud de su realidad. Pero esta cuestión debe ser retomada desde los análisis del amor y de la identidad del existente. En todo caso, lo que parece ser cierto sin necesidad de estos análisis es que la verdad es la afirmación de la paradoja existencial, por la cual debo afirmar que vivo en la Verdad en tanto que estoy infinitamente lejos de aprehenderla, y así que la Verdad es ante todo exigencia de Verdad. Esta paradoja, a la vez, nos obliga a afirmar que vivimos en la verdad tanto como en la no-verdad, y así la irrealidad y la mentira son también partes fundamentales de nuestra vida reflexiva. De algún modo, siempre estamos en presencia de la mentira, tendiendo a superarla por la atestación de una verdad que la descubre como tal aunque ésta no se nos dé objetivamente. Así, la mentira es siempre objetiva, mientras que la Verdad es aquello que hace del objeto algo verdadero, aunque ella misma no se nos ofrezca intelectivamente. De allí que sea exigencia y no cosa, y de allí que se refiera siempre a lo infinito, propio de lo que se presenta en el amor, y por lo cual cualquier intento de aprehender como una totalidad cerrada a una persona aparece como falso o ilusorio. La verdad empuja con la fuerza del amor a abandonar como definitiva cualquier concepción o imagen que tengamos de lo real, en tanto que alberga la infinitud y el misterio de ser, infinitud y misterio que se revela de modo privilegiado en el amor entre las personas, pero que también se revela en nuestro encuentro desprejuiciado y cándido con las cosas del mundo, encuentro impedido por el afán cotidiano de la supervivencia, y que la poesía y el arte buscan restablecer.

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