Partamos de la base que todos los hombres somo
filósofos; claro que para acordar en ese tipo de juicio, antes debamos
consensuar en el significado de la palabra “filosofía”. Sin ponernos demasiado
meticulosos y sin ser escolares, podríamos estar de acuerdo en decir que la
filosofía es el modo reflexivo que tenemos de comprender la propia vida, en el
sentido más total del término, es decir, sin dejar de lado ninguna de sus
manifestaciones. De ser así, la filosofía es la manera en que la vida se
expresa a sí misma con el arsenal conceptual y simbólico que está a nuestra
disposición como hombres de una época y de una cultura. La vida, pues, se
revela a sí misma en nuestra cotidianeidad y solicita ser comprendida, aún
cuando tengamos la conciencia clara de que la vida es inefable en su acontecer:
la reflexión y la palabra llegan siempre demasiado tarde a la epifanía del
acontecimiento. Pero las cenizas del fuego aún están prendidas, las huellas del
paso firme de la vida aún impresas... y no podemos quedarnos en la duda de
quién haya sido el que avivo las brasas, o el que camino mis caminos. A
pregunta por el sentido de la vida aparece sin más, sin pedir permiso, sin
desempolvarse las sandalias frente a la entrada; no entra con nuestro permiso,
irrumpe.
En nuestros corazones late el torrente del sentido, en
todo hombre que se digne de ser tal corre la sangre del sentido. Y en ese cauce
orillamos, tendemos nuestras carpas a la espera de una visita definitiva e
inesperada. Cruzamos miradas y aguzamos el oído, mi vecino es parte de mi
búsqueda, y nos sentamos a compartir un mate. Cada palabra se gusta como se
gusta la yerba de la infusión, y en el reconocimiento de una duda y una
consigna comunes, nos encontramos en la travesía que no conoce distancias, sino
tan sólo abismos y alturas. Las inquietudes se hacen mundo en el habla que nos
comunica; la ansiedad y la angustia, la tristeza y la alegría, la esperanza y
la desesperación, la vida pasa de mano en mano, de boca en boca, como el pan
que compartiera alguna vez un Cristo. Bebemos la sangre ajena, comemos la carne
extraña, y las sabemos propias. Comulgamos. Somos uno y distintos a la vez, y
el tiempo se nos regala sin miramientos. Todo (nos) es dado... y no hesitamos
en acoger el presente generosamente prodigado.
Y sin embargo, estoy
llamado a suscitar aquello que no puede ser jamás suscitado; estoy destinado a
promocionar aquello que jamás podrá ser promocionado. Soy filósofo. Mi palabra
debe despertar el encuentro... encuentro que sólo puede despertar el silencio.
Estoy condenado a hablar, a preguntar, a cuestionar, a encerrar en un espacio a
mis congéneres para compartir la misma sangre, como hermanos, como compañeros
de un viaje interminable. Estoy condenado a hacerme hombre en un sitio donde
aún no nos sabemos humanos, ni yo ni los otros. Expulsados de la humanidad,
exiliados de nuestra existencia, nos sentamos en un aula para volver del
desentierro... sin ser llamados, golpeamos la puerta para pedir que nos dejen
volver a nuestra patria. ¡Qué paradoja la de llamar sin llamada! Adentro del
Castillo –el aula, el taller, la conferencia, el libro-, nos es imposible
atravesar la puerta de salida: estamos dentro, exiliados. Sentenciados por la
palabra, el silencio se retrasa y rehuye el encierro. No me puedo abrir porque
no tengo las llaves de mi existencia, esas llaves que siempre me alcanzará un
otro... ese otro que no dejo que se revele, a quien desestimo su expresión
callada, a quien hablo y no paro de hablo, a quien pregunto y cuestiono, a
quién estorbo como el tábano. Mi profesión es un castigo: mi pena es la cicuta
de la palabra, ese veneno que es salud si se disuelve en el silencio. ¿Cómo
comunicar la filosofía en el silencio? ¿Cómo armar la tienda a la orilla de un
parquímetro? Tengo una hora y media para encontrarnos en la vida que se
esconde... ¡qué terrible desencuentro! Detrás de las rejas de esta jaula duerme
la filosofía... y el domesticador del ave es, a un tiempo, quien quiere dejarla
en libertad. Hablo conmigo mismo –escribo a mí mismo-, y el otro (me) sigue
esperando. La filosofía es encuentro, y por ello es milagro... ¡Maldito
apóstata el mago de la filosofía, quien con ilusiones vanas prestidigita lo
asombroso! Mi única esperanza, el sentido último de mi vocación como profesor y
escritor de filosofía, es silenciar mi canto, y dejar aparecer el coro de mis
hermanos; es quebrar la vara del guía y ser tomado de la mano para caminar en
compañía. ¡Qué gran comedia la de quien toma a su cargo la consigna de
propiciar un encuentro! El encuentro que por ser tal es filosofía, y que
sucede, sin técnicas ni previsiones. El encuentro que es diálogo por ser
fluido, por no depender de nadie y ser de todos. Y, sin embargo, aquí estoy,
escribiendo, hablando... Y aquí estamos nosotros: (des)encontrándonos...Martín Grassi, Septiembre de 2012
"y no paro de hablar (pusiste hablo)"... hay una cita de MP que tiene el mismo espíritu de este texto,, la voy a buscar, es de Lo visible y lo invisible.... Gracias por escribir, no dejés de hacerlo!!! es un bien para todos los que te leemos!
ResponderEliminarGrande Martín! Siempre tan literato además. Es un placer leerte. Da para tantos debates! Abzo grande, Oso
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